La exdiputada de la CUP Anna Gabriel ha lanzado un llamamiento a los suyos para que le envíen dinero a Ginebra, adonde se fugó el pasado febrero para eludir la acción de la justicia. Como recordarán, el Tribunal Supremo le imputaba un delito de desobediencia por la tramitación de dos leyes que el TC había declarado inconstitucionales, las llamadas leyes de desconexión; un cargo, en cualquier caso, que no está penado con prisión. De hecho, su compañera de filas Mireia Boya, procesada por el mismo delito y que sí compareció ante el juez, quedó en libertad. Sea como fuere, Gabriel emprendió la huida (o, como ella dice en su protésica neolengua, se «exilió») para, siguiendo la estrategia de Puigdemont, ahondar la internacionalización del proceso. Con la sustancial diferencia, respecto al ex presidente, de que ella ni cobra los 2.800 euros de la asignación fija de diputada (no fue en las listas de su partido en los últimos comicios) ni tiene un Matamala que pague las facturas.
En sus previsiones, ciertamente, estaba impartir clases de Derecho en la universidad (de ahí, tal vez, que la viéramos convertida de la noche a la mañana en una especie de Heidi crepuscular), pero en Suiza no están por la labor de otorgarle privilegio alguno (ayer mismo, por cierto, el ministro de Exteriores del país alpino, Ignazio Cassis, declaró que la posibilidad de que Suiza conceda el asilo a Gabriel es meramente «fantasiosa» –«sería necesario», precisó, «que el país de procedencia no fuese un Estado de derecho y que la vida de los solicitantes de asilo corriera peligro. Evidentemente, no es el caso de España»). Así las cosas, y si la red de solidaridad no la provee de lo suficiente para costearse la vida, Gabriel tiene ante sí una ocasión de oro. Me refiero, claro está, a emplearse como aupair, cuidadora de ancianos, camarera, keli o lo que el mercado de trabajo le depare. Y así conocer de primerísima mano cómo es la vida real. Y es que entre el exilio chic y el socorro social hay todo un universo de oportunidades.