El ex presidente de la Generalitat de Cataluña Carles Puigdemont, reclamado por la justicia española por los presuntos delitos de rebelión y malversación, se coló el pasado lunes en el Parlamento Europeo como ‘invitado’ del eurodiputado Ramon Tremosa, e inauguró una exposición sobre el catalán (resumida en un rosario de soflamas antiespañolas) organizada por la ‘Plataforma per la Llengua‘ con la ayuda del propio Tremosa, su fiel escudero. Como recordarán, a mediados del mes pasado, el presidente Antonio Tajani prohibió una conferencia de Puigdemont en el PE, ante el “elevado riesgo” de que el evento comportara una amenaza para el mantenimiento del orden público en la Eurocámara. Con su performance en el hall –propiciada, insisto, por Tremosa y su equipo-, nuestro prófugo más célebre no sólo desafió a la institución, encarnada en su presidente; además, volvió a manchar el buen nombre de España.
Con todo, mi protesta ante las autoridades, que no se hizo esperar, no sólo vino motivada por la presencia en las instalaciones comunitarias de dicho individuo, sino también por la autorización de la exposición. No en vano, ésta presentaba como tesis que el Estado español obstruye el normal desarrollo de la lengua catalana, una de las fake habituales del independentismo. Que los cuestores del PE –los responsables de autorizar o no este tipo de actividades– hayan dado el visto bueno a lo que no es más que un panfleto disfrazado de exposición, es grave. Pero aún lo es más que estos mismos cuestores, con Catherine Bearder a la cabeza, prohibieran en abril la representación de la obra de Albert Boadella ‘El sermón del bufón en el marco de la exposición Constitucionalismo en el horizonte europeo. 40 años de europeísmo en Cataluña’ –también prohibida–, alegando que se trataba de iniciativas susceptibles de controversia.
Con la intención de sortear el veto de la señora Bearder, me avine a estudiar la posibilidad de suavizar aquellos aspectos de la obra de Boadella que ella tuviera por polémicos –en un principio, aludió a unas imágenes que, a su juicio, resultaban irreverentes–. Mas su respuesta fue que el problema en verdad no eran esas imágenes, sino Boadella, a quien calificó de “inflamatory”. En cuanto a la censura de la exposición, un breve itinerario por algunos de los episodios más significativos de los 40 años de democracia en España y, más concretamente, en Cataluña, desde los Juegos del 92 al atentado etarra en Hipercor, la razón aún fue más insólita: según se me dijo, se trata de una iniciativa que atenta contra los valores del Parlamento. Pues bien, la misma persona que osó valorar de ese modo una muestra tan sumamente acorde con los valores democráticos y constitucionales –de hecho, no pretendía sino honrarlos–, le dio a Tremosa y Puigdemont todas las facilidades para que perpetraran su enésimo aquelarre contra España y los españoles.
Actitudes como de la señora Bearder podrían explicarse por el persistente y obsesivo trabajo de políticos como Tremosa, Terricabras o Maragall, que han hecho del descrédito de España su razón de ser en el Parlamento Europeo. Ahora bien, además de ello, ha sido necesaria otra condición: la dejación de los grandes partidos españoles, que han tendido a quitarle hierro a la conducta de los nacionalistas, cuando no a mirar para otro lado. Hoy sabemos adónde conduce esa senda. Por eso dar la batalla no es una opción, sino una de las obligaciones cardinales de cualquier parlamentario que se precie de constitucionalista.