La secuencia de atentados islamistas que el domingo de Pascua segó la vida de 321 personas en Sri Lanka, ha devuelto a primera línea informativa la persecución de que son objeto en todo el mundo las minorías cristianas. Las matanzas se suceden ante la inacción de los principales dirigentes de la comunidad internacional, que resuelven la papeleta con un tuit. Como si el cristianismo, sobre el que pesa el estigma del occidentalismo (por no hablar de otros estigmas supuesta y gratuitamente asociados, como la heterosexualidad o la blanquedad) no tuviera derecho a un lugar en el círculo de la solidaridad entre iguales.
Resulta obligatorio traer de nuevo a colación el informe que elabora anualmente la asociación evangélica Puertas Abiertas, que en 2017 cifró en 3.066 los asesinatos de cristianos por razón de su fe. La mayoría de las muertes de ese año —unas 2.000— se produjeron en Nigeria, un país asolado por la violencia étnico-religiosa. Pero la violencia directa no lo es todo. A ella se suma la opresión en los ámbitos familiar y social, a la orden del día en Corea del Norte, Afganistán, Somalia, Sudán, Pakistán, Eritrea, Libia, Irak o Yemen.
Como quiera que se trata de un fenómeno global, también España lo padece, por mucho que las magnitudes no sean comparables. Tal como puso de relieve el Observatorio sobre Libertad Religiosa, en 2016 se registraron en nuestro país 208 violaciones de este derecho fundamental, frente a las 187 del año anterior, siendo la Iglesia Católica el blanco en el 70% de los casos.
Hablamos de profanaciones, quemas, vandalismo… de acciones, por cierto, legitimadas, jaleadas e incluso protagonizadas por representantes públicos. Otro estudio reciente, éste de la Universidad de Notre Dame, apunta que un 60-80% de todas las persecuciones religiosas tiene por objeto a cristianos. Una realidad que, tal como pone de manifiesto el mismo trabajo, no encuentra el debido acomodo en las memorandos de la ONG Human Rights Watch: de los 323 correspondientes al periodo 2008-2011 que analizaron los autores, sólo ocho —un 2,5%— tenía como tema central las persecuciones religiosas, y de éstos, únicamente la mitad se ocupaban específicamente de las persecuciones a cristianos.
Durante la legislatura en el Parlamento Europeo que ahora toca a su fin, he dedicado una especial atención a esta lacra. Así, y a raíz del atentado del pasado noviembre en Minia (Egipto) en que murieron 7 peregrinos coptos, presenté una propuesta de resolución con carácter urgente para reforzar la posición de la Unión Europea en favor de la protección de las comunidades de cristianos en el mundo. Y con anterioridad, en el debate sobre la cuestión celebrado en la Eurocámara en diciembre de 2017, manifesté mi preocupación por el hecho de que esta institución no llevara a cabo una acción más decidida al respecto.
Se da la circunstancia de que yo soy atea declarada y confesa. Y me veo expresando una preocupación, incluso una indignación, en forma muchísimo más resuelta que muchos políticos y ciudadanos que sí han sido bendecidos por la gracia de Cristo. Me gustaría ver más decisión y menos sangre de horchata, pues entre declarar la décima Cruzada y lanzar algún tuit quejumbroso hay un mundo de iniciativas viables. Sacúdanse el miedo a lo políticamente correcto, que es un espejismo, ¿no ven ya que el asunto clama al cielo?