En nuestros días, la bandera, el escudo y el himno españoles son habitual objeto de ultraje y ofensa (delitos, por cierto, recogidos en el Código Penal) por parte de las facciones nacionalseparatistas, en un combate sordo contra los símbolos comunes que se remonta al inicio de la Transición. Desde entonces, himnos regionales y banderas provinciales y autonómicas han ido arropando la ficción histórica en que se basa el nacionalismo, de modo que la bandera nacional sea percibida como una molestia o incluso una ofensa.
No es fácil, desde luego, discernir el origen de los vínculos entre una sociedad política y sus emblemas. Estandartes, pendones, banderas, escudos e himnos han cumplido, en diversas circunstancias históricas, distintas funciones, sobre todo ligadas al contexto bélico y comercial. No obstante, y desde el siglo XVIII, escudos e himnos son instituciones políticas que cumplen funciones representativas.
Así, mientras que el himno de España, la Marcha Real, es un paso de origen militar (en concreto, de los granaderos en época de Carlos III), que tiene entre sus características más notables la ausencia de letra, La Marsellesa, también nacida en un contexto bélico, llama a tomar las armas contra las “tiranías” que pretendían sepultar las ideas de 1789. Por su parte, el God Save the Queen (o the King) británico es una auténtica hagiografía de la realeza (hay que tener en cuenta que la Reina de Inglaterra es también la Papisa de la iglesia anglicana). Y si el himno de los Estados Unidos es un canto a su bandera, las Barras y Estrellas, el alemán, como el ruso, es una celebración de su unidad. Las naciones contemporáneas, pues, y al margen del origen de su emblemática, han normalizado el uso de la misma en eventos internacionales, edificios oficiales, y esos emblemas representan a la nación en su integridad.
En España, sin embargo, hemos asistido a una guerra que ha resultado en la primacía de los símbolos regionales, y sin perjuicio de que algunos de ellos sean incompatibles con la emblemática común (tanto la ikurriña como la bandera blanquiverde, inventadas por Arana e Infante, respectivamente, son representativas de proyectos que prevén la desaparición de España). A la falta de armonía entre las banderas regionales y la nacional, se añade el hecho de que ésta haya sido asociada de forma perversa con el régimen franquista. Y por si no bastara, ciertas facciones no asumen el himno de la Marcha Real, la bandera rojigualda y el escudo borbónico (muy anteriores al franquismo) como símbolos de la nación, sino como propios del régimen anterior, por lo que reclaman la restauración de la emblemática segundorrepublicana (bandera tricolor, escudo sin coronas y con la muralla de Ávila, y el himno de Riego).
La guerra de símbolos en España, hoy, se hace evidente con solo mirar la fachada de los edificios de nuestras ciudades y pueblos. Por ello, grupos de ciudadanos en Cataluña, bajo la consigna Aixeca’t (Levántate), se vienen organizando para retirar de las calles la simbología separatista: lazos amarillos, pancartas de solidaridad con los “presos políticos”, consignas contra políticos de C’s, PP y PSOE… La poda, que lleva aparejado el riesgo cierto de enfrentamientos con los llamados “comités de defensa de la República” CDR, pretende justamente eso, higienizar el espacio público para restituir su valor de pertenencia a la comunidad, pero sobre todo, evidencia el modo en que los apóstoles del terruño habían ido apropiándose del paisaje (con la connivencia, cuando no el apoyo, de las administraciones de signo nacionalista) y expulsando de él, hasta recluirlos tras los visillos de sus casas o reducirlos al puro silencio, a los que disentían. Cualquiera, en fin, que haya transitado por un pueblo de Guipúzcoa sabe de la cabal importancia de los símbolos (ese hacer hablar a las paredes) para amedrentar al adversario político.
El psiquiatra Adolf Tobeña, en La pasión secesionista, libro indispensable para conocer el arrasador resultado de imponer la simbología independentista en Cataluña, analiza el conflicto desde la psicología y la neurociencia social, y aborda la genética de las disposiciones etnocéntricas, terreno siempre muy resbaladizo, y los atributos vinculados a esas barreras entre poblaciones. Porque, en todo caso, es un error ver el nacionalismo moderno como un artefacto ideológico plenamente maleable (al albur del arbitrio de las voluntades individuales). Las identidades nacionales no son un invento ex novo, tienen raíces profundas, históricas, y de ahí que sea tan difícil tratar con ellas.
Así y todo, es posible ampliar el círculo solidario de las identidades (desde las locales y regionales a las genuinamente nacionales). Casi todos tenemos amigos, padres, abuelos, hermanos que nacieron en una región y se instalaron en otra. España es una red muy tupida de relaciones, y sería ciertamente indeseable pasar de vivir en una gran casa, con una serie de derechos adquiridos muy razonables, a hacerlo en un cuarto sin vistas y con los derechos recortados (entre ellos, el de decidir lo que es o no es España).
Por eso arrasó en las redes sociales que Marta Sánchez pusiera letra al himno nacional, y por eso hay gente en toda España que exhibe en los balcones la enseña nacional. El uso de la bandera e himno como elemento de identificación tiene ya tal recorrido social (por edades, clases sociales, profesiones), que la fatua indignación del nacional separatismo y cierta izquierda a propósito de su exhibición en la pasada final de la Copa del Rey, es meramente esperpéntica. Análogamente, ya no hay quien trague con que todos los que salieron a la calle en Barcelona el 8 de octubre de 2017 son franquistas. Sea como fuere, hay en el ambiente un cierto afán de normalidad patriótica, o ello sugieren no sólo las manifestaciones del pasado otoño, sino también fenómenos como el éxito editorial de Elvira Roca Barea o el ya mencionado brote de rebelión que constituye Aixeca’t. Una gran parte de los españoles, en fin, se ha conjurado para poner fin a la anomalía que supone el desprecio a los símbolos comunes, y convendría que la izquierda asumiera ese anhelo de una vez por todas.