Por Victòria Camps
Fue el 21 de noviembre de 2000. Cerca de la medianoche. Recuerdo la llamada de mi hijo Guillermo para decirme que acababan de dar la noticia por la radio. ETA lo mató de dos tiros en la cabeza, cuando salía del coche, en el garaje de su casa. La consternación fue tremenda. Ernest Lluch, militante destacado del PSC, ex ministro del gobierno de la primera legislatura socialista, era un político conocido. Como ministro de Sanidad había impulsado una de las leyes más exitosas de la democracia, la Ley General de Sanidad, que universalizó la asistencia sanitaria pública y gratuita. Pero, por encima de todo, era un político cercano, de ánimo conciliador, y muy vinculado al País Vasco. Tenía una casa en San Sebastián donde solía pasar temporadas. Cuando abandonó la política activa, se dedicó a su cátedra de Historia de las Doctrinas Económicas en la Universidad de Barcelona, así como a la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, de la que fue rector. Fue en esa época cuando luchó con más intensidad por establecer puentes de diálogo y erradicar la violencia. Hizo lo imposible y lo que estuvo a su alcance por abrir cauces argumentales que pudieran revertir la lacra del terrorismo etarra. Conocidas eran sus tertulias semanales, en la cadena Ser, con Miguel Herrero de Miñón y Santiago Carrillo. Lluch apreciaba el valor de la palabra, se sentía bien discutiendo con quienes no eran de los “suyos”, sabía que las razones y el diálogo eran los únicos medios democráticos para resolver conflictos y acercar posiciones. No olvido la reprimenda que la periodista Gemma Nierga dirigió a José María Aznar y Jordi Pujol, que encabezaban la manifestación que siguió al asesinato de Lluch: “Estoy convencida de que Ernest hasta con la persona que lo mató habría intentado dialogar; ustedes que pueden, dialoguen, por favor”.
No hubo diálogo. ETA siguió viva hasta 2011 cuando anunció el cese definitivo de la actividad armada. La cooperación expresa del gobierno francés fue decisiva para acelerar la derrota definitiva de la banda terrorista. Se da la casualidad de que hoy, cuando escribo estas líneas, ETA acaba de anunciar su inminente disolución con una nota en la que se disculpa por el dolor y el sufrimiento causados. La autocrítica es notable y no tiene precedentes en el seno de la banda terrorista. Pero no es satisfactoria. Pide perdón a las víctimas “equivocadas”, las que no fueron objetivo directo de la banda, las que no merecían ser asesinadas. Lluch no fue una de ellas. Con el lenguaje frío y despiadado que caracterizó siempre a ETA, habría que decir que Lluch hizo méritos para estar en la diana de los terroristas. Molestaba, no sólo por sus críticas, sino porque no se desalentaba, hasta que le mataron luchó por aportar algo para disuadir al terror y pacificar un territorio del que se había enamorado.
El terrorismo deslegitima cualquier objetivo político. Lo deslegitima y lo desvirtúa. No hay fines buenos si los medios son violentos. Por eso no puede haber matices en el rechazo del terrorismo. Mientras ETA no sea capaz de condenarse a sí misma sin paliativos seguirá hablando para quienes quieren oír que los terroristas no han sido los únicos responsables de los 854 crímenes que perpetraron. Hace unos meses, tuve el honor de participar en el homenaje que la Fundación Fernando Buesa dedica todos los años a recordar al dirigente socialista y al escolta, Jorge Díaz, asesinados en Vitoria en el año 2000. Lo que las víctimas piden, ahora que el terrorismo ha terminado, es recuperar un lenguaje común para toda la sociedad vasca, un lenguaje que no engañe ni siga consintiendo el mal, que eluda complicidades con quienes decidieron matar para lograr sus fines.
Un trauma como el que ha vivido el País Vasco y la sociedad española en general no acaba ni se supera con el fin del terrorismo. Lo que ahora toca no es pasar página. La derrota de ETA tiene que ser política y social. A las víctimas de ETA se les debe una autocrítica sin reservas. Autocrítica por parte de los violentos y por parte de quienes los alentaron con silencios y omisiones. Lo mejor que se les puede legar a las generaciones que no habrán vivido la amenaza del terrorismo etarra es un imaginario colectivo en el que todos se reconozcan.
***
Victòria Camps es filósofa y profesora emérita de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Foto de Victòria Camps: WIKIMEDIA COMMONS – ALEJANDRO VELAZCO DE LEÓN
Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo