Por David Jiménez Torres
Yo tendría que ser catalán. Yo tendría que haber nacido en Barcelona, tendría que haberme educado ahí y quién sabe si haber pasado toda mi vida en esa ciudad. Pero esto nunca sucedió. Esta foto explica el porqué.
El hombre de la foto es mi padre. En ese instante tiene veintinueve años, de los cuales ha pasado diez viviendo en Cataluña. Natural de un pequeño pueblo de Aragón, se mudó a Barcelona para cursar la carrera. Allí descubrió una ciudad llena de energía y creatividad, una urbe admirada por jóvenes de toda España y que se había convertido en el centro de la resistencia cultural y política al franquismo. Mientras cursaba sus estudios militó en grupos clandestinos contrarios a la dictadura. También defendió la lengua y la cultura catalanas y participó en el clandestino Congrés de Cultura Catalana de Montserrat. Entre reuniones y manifestaciones conoció a María, quien como él había ido a Barcelona para estudiar literatura y para descubrir la libertad. Con el tiempo sería su novia. Con el tiempo sería mi madre.
Pero antes de todo aquello llegó la democracia. Y también llegó el nacionalista Jordi Pujol a la presidencia del nuevo gobierno autonómico de Cataluña. Una de sus primeras decisiones fue imponer un plan de “ normalización” de la lengua catalana. Este nombre incluía toda una serie de medidas para convertir el catalán en la lengua prioritaria de Cataluña. Una de las más importantes era la obligación de impartir clase en catalán en toda la enseñanza primaria y secundaria.
Mi padre fue uno de los promotores de un manifiesto que pedía al gobierno de Pujol que recapacitase. Los firmantes sostenían que era necesario que los niños de Cataluña aprendieran catalán y español, y que el sistema educativo debía garantizar el bilingüismo y no buscar la marginación de una lengua en favor de la otra. Recordaban que la lengua materna de muchos catalanes era el castellano. Frente al modelo de la “inmersión lingüística”, pedían que fuesen los padres y los profesores quienes decidieran en qué lengua eran escolarizados los niños. También explicaban que la obligación de dar clase en catalán expulsaría de facto de las escuelas catalanas a muchos docentes castellanohablantes. Unas 2.300 personas, incluyendo intelectuales, periodistas y profesores, firmaron aquel texto.
La prensa y los políticos nacionalistas reaccionaron con furia. Durante meses tacharon de neofranquistas a los promotores de aquel manifiesto que pedía que el gobierno reconociese la realidad de Cataluña, en lugar de la fantasía construida por el nacionalismo. Era una reacción parecida a la que ya había vivido mi padre dos años antes, cuando había publicado un ensayo en el que defendía ideas parecidas a las que se recogían en el manifiesto.
Una tarde, unos militantes del grupo terrorista nacionalista Terra Lliure secuestraron a mi padre cuando salía del instituto donde daba clase. Con él iba una compañera de trabajo. Los llevaron a un descampado a las afueras de Barcelona y a él lo ataron a un árbol. Le dispararon en la pierna y le dejaron para que se fuese desangrando. Ella logró soltarse y correr hacia la carretera, donde finalmente se cruzó con un coche de policía. Rescataron a mi padre.
Esta foto se hizo el día después de que le dieran el alta en el hospital. Desde entonces, es habitual que los nacionalistas le acusen de victimismo. Que le llamen resentido.
El atentado contra mi padre tenía un objetivo: avisar a los promotores del manifiesto y a quienes simpatizaban con sus ideas. En la nueva Cataluña, si decías ciertas cosas y defendías ciertas ideas, te exponías a las consecuencias. Aunque Terra Lliure fuese un grupo reducido, y condenado oficialmente por los principales partidos catalanes, la sombra de la violencia y la intolerancia ya había caído sobre la vida pública. Y el mensaje se escuchó. Muchos de los firmantes del manifiesto empezaron a abandonar Cataluña. Con el tiempo, unos 14.000 profesores pidieron el traslado a otras partes de España. Mi padre estaba entre ellos. Mi madre, que habría querido vivir toda su vida en Barcelona, también.
Sus hijos, como los de tantos otros, terminaron naciendo fuera de Cataluña.
Hay muchas cosas que no sabré nunca. Como lo que es crecer en una ciudad con mar. O lo que es intentar reconstruir tu vida tras un atentado. O lo que es recibir un tiro por defender ideas como la tolerancia o el respeto, para que luego te digan que el problema eres tú. O lo que es verte expulsado de la ciudad que amas por unos pocos fanáticos y un coro silente de hipócritas. No sabré lo que es buscar la fuerza dentro de ti para sobreponerte a todo esto y que tus hijos crezcan en un hogar normal. Para darles toda la infancia que ellos necesiten tener.
Sí sé que mi padre y mi madre lo lograron.
También sé que la historia de la violencia y la intolerancia en la Cataluña nacionalista es larga. Sé que mi padre no fue el único. Que mucha gente sufrió violencia física, y que muchos más han sufrido intimidaciones, insultos, pintadas, amenazas, desprecios, acoso y silencio.
El duro silencio.
Y sé que para muchos nacionalistas esto no parece ser un problema.
Para muchos nacionalistas, que yo no naciera en Cataluña no parece ser un problema.
Para muchos nacionalistas, esta foto no parece ser un problema.
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David Jiménez Torres es profesor de Humanidades en la Universidad Camilo José Cela, articulista en el diario El Español y escritor. Es autor de la monografía académica Ramiro de Maeztu and England (Boydell and Brewer, 2016), del ensayo literario El país de la niebla, dentro de la colección «Baroja y yo» (Ipso, 2018). Su obra más reciente es la novela Cambridge en mitad de la noche (Entre Ambos, 2018).
Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo