Por Teresa Giménez Barbat
Es probable que uno de los motivos de que haya menos guerras sea que hay menos naciones. El porqué es simple: estadísticamente, hay un mayor riesgo de conflicto bélico entre países que en el seno de países consolidados. Lewis Fry Richardson, matemático, médico, meteorólogo, psicólogo y pacifista inglés, pionero del estudio de los fractales y del empleo de las matemáticas en los pronósticos del tiempo, aplicó dichos conocimientos al estudio de las causas de las guerras y cómo prevenirlas. En su famoso y extenso Statistics of Deadly Quarrels (Boxwood Press, 1960) cotejó estadísticas que apuntaban, entre otras cosas, a la existencia de un menor número de conflictos intraestatales en comparación con los habidos entre Estados.
La adopción de políticas y sistemas legales comunes y la solución de conflictos por instancias más alejadas de las partes implicadas se reconoce como un factor importante en la pacificación progresiva de territorios cada vez más extensos. En su libro Los ángeles que llevamos dentro (Paidós, 2012), Steven Pinker sugiere que el avance de la llamada “Larga paz” ha venido dado en gran parte por esa disminución progresiva de Estados o unidades políticas. Por otro lado, la cesión de soberanía a organismos supranacionales, como la UE, la ONU y los tribunales internacionales, y los tratados de libre comercio entre países refuerzan la tendencia a la resolución de problemas por medios racionales, pacíficos y consensuados.
Cuando una región perteneciente a un país consolidado y democrático empieza a dar pasos en dirección contraria, se produce lo que Richardson califica de regresión histórica. En cierto modo, la historia reciente de Cataluña es un claro ejemplo de ello. Hagamos memoria.
Desde que, en 1980, se hizo con la presidencia de la Generalitat, el líder nacionalista Jordi Pujol abjuró del recto compromiso con la democracia española que había asumido Josep Tarradellas y se dio al fomento del supremacismo, el antiespañolismo y, sobre todo, el victimismo. Para ese empeño, se valió de una trama clientelar convenientemente regada con subvenciones y otras prebendas, y del uso instrumental de la educación y los medios de comunicación públicos, fundamentalmente de TV3. Detengámonos aquí, en la denominada, en profético lapsus linguae, La Nostra, pues no parece aventurado asegurar que sin ese foco de irradiación, la Cataluña de hoy en día sería inconcebible. La mofa ininterrumpida del llamado “Estat Espanyol”, la entronización del Barça como ejército simbólico catalán (Manuel Vázquez Montalbán ©) y una ingente cursilería fueron, desde primerísima hora, los rasgos primordiales de una televisión íntegramente dedicada a exhibir el mismo paisaje moral que se afanaba en fabricar.
Este juego especular, puramente opiáceo, entre tele y pueblo, ha derivado en muchas otras anomalías o, por decirlo con Richardson, muchas otras regresiones. Una de ellas, y en la que nunca insistiremos lo suficiente, es la exclusión del Gotha de las inteligencias desafectas al nacionalismo. Me refiero, claro está, a los Arcadi Espada, Valentí Puig, Ferran Toutain, Xavier Pericay, Juan Carlos Girauta, Ignacio Vidal-Folch, Félix de Azúa, Félix Ovejero, Carlos Trías (+), Horacio Vázquez-Rial (+), Francesc de Carreras, Ana Nuño y, cómo no, Albert Boadella, príncipe de los disidentes.
Todos ellos son intelectuales de primer orden, sí, pero no les cabe el honor de serlo ‘de país’, genitivo que expresa en Cataluña la pertenencia a Nosaltres S.A. o alguna de sus filiales, y que rayó en el paroxismo con el editorial conjunto, ‘de país’, con que la prensa subsidiada se abrió de capa el 26 de noviembre de 2009, o con la convocatoria, tras el fallido referéndum del 1 de octubre, de una huelga general ‘de país’. También fallida, por cierto.
Ante la progresiva difuminación de la presencia del Estado en Cataluña, hubo que improvisar. Como lo habían hecho, a su heroica manera, los 2.300 firmantes del manifiesto a favor del bilingüismo. Al cabo, en 2004, y tras varios intentos infructuosos de articular una resistencia civil que modificara el estado de las cosas, la fundación y consolidación del partido Ciudadanos, y la más reciente aparición de entidades como Sociedad Civil Catalana o CLAC, así como la puesta en marcha de iniciativas que también involucraron al PSC y al PP, cuajó en un movimiento que bien podríamos llamar constitucionalista y, ni que decir tiene, proeuropeo.
La manifestación masiva del 8 de octubre de 2018, que tuvo la virtud de conjurar “el Procés”, fue la primera gran demostración de fuerza de dicho movimiento. Asimismo, certificó la quiebra definitiva del simulacro de consenso que, al decir de los nacionalistas, presidía Cataluña, esa ”cohesión social” que, como todas sus añagazas retóricas, empezando por el derecho a decidir y acabando por la reivindicación del Sí (a la independencia), no era sino una forma peculiar de designar la tersa discriminación estructural a la que estábamos (estamos) sometidos los no nacionalistas.
El camino que emprendió el nacionalismo a principios de los ochenta, en suma, no sólo ha provocado una honda división social en Cataluña y enrarecido la relación entre los catalanes y el resto de los españoles. Además, ha alentado en Europa toda clase de sospechas respecto a la calidad de la democracia española e inducido la desconfianza entre países amigos. En esa peligrosa deriva, el separatismo catalán ha contado con la complicidad de euroescépticos y antieuropeístas, que han visto en la crisis catalana una oportunidad única para erosionar el proyecto europeo.
Por fortuna, ninguno de los órganos de la UE (y valga, en este sentido, un especial reconocimiento a la honrosa actitud de nuestro presidente, Antonio Tajani) han mostrado una sola fisura frente a quienes, en nombre de la identidad, desearían regresar a la suma de beligerancias que fue Europa antes de que los padres fundadores pusieran los cimientos de lo que somos hoy en día: la comunidad más próspera, ilustrada y progresista del planeta. Una comunidad que, en virtud de los principios de cooperación y solidaridad, se ha conformado como un espacio no sólo económico o político, sino también moral. Este libro no pretende ser sino una modesta contribución al fortalecimiento de ese espacio moral.
***
Teresa Giménez Barbat es una escritora y política española. Licenciada en Antropología, defiende el humanismo ilustrado y el escepticismo científico. Actualmente, es diputada en el Parlamento Europeo, donde se halla integrada en la delegación Ciudadanos Europeos, perteneciente al grupo Alianza de los Demócratas y Liberales por Europa (ALDE).
Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo