Por Ignacio Vidal-Folch
En aquellos tiempos, en nombre de los más altos ideales de democracia y libertad había casi unanimidad en rechazar y criticar cualquier nueva medida legal o actuación policial contra el terrorismo nacionalista vasco. Si la Guardia Civil lograba, por ejemplo, apresar a algún jefe de ETA o desarticular algún comando de verdugos, si el juez ilegalizaba negocios y libelos periodísticos de la causa criminal, en seguida entre nosotros se rompían la camisa numerosos tribunos beatos y más o menos equidistantes para señalar, con un fatalismo la mar de cómodo, que de nada servían esas medidas pues la cúpula detenida sería de inmediato reemplazada por otra y que las actuaciones policiales represivas no ponían fin al conflicto sino que más bien lo enconaban. Cuando algún crimen especialmente atroz provocaba la repulsa de la ciudadanía –como sucedió con el asesinato de Ernest Lluch, ex ministro muy querido en Barcelona— salían en tromba esos tribunos a modo de cortafuegos de la indignación popular para explicar que lo que se requería era más “diálogo” con la banda, cuando no para hacer recaer sobre el Gobierno de la nación parte de la responsabilidad del crimen, por su cerrazón e incomprensión de la naturaleza del “conflicto” y de las razones del adversario y por su insistencia en la “vía represiva” para resolverlo.
Estas voces que recriminaban al Estado los muertos, y reclamaban comprensión y tolerancia con los criminales y con sus mentores intelectuales, tan numerosas que daban impresión de unanimidad, a efectos prácticos eran cómplices de los asesinatos. Hubo años atroces en los que el goteo de muertes por atentado corría el peligro de ser percibido como una rutina a la que había que acostumbrarse. Los comandos itinerantes de pistoleros encontraban comprensión, cuando no simpatía y hasta refugios, en el sector más extremado del nacionalismo catalán. En el parlamento regional, dominado por las fuerzas nacionalistas, se abucheaba al Gobierno y se llegó a recibir con aplausos a Arnaldo Otegi. Y fue por esos motivos, en reacción a lo que algunos percibíamos como falta de empatía de nuestros políticos y tribunos hacia las víctimas y de combatividad y compromiso contra la barbarie, y por el deseo de manifestar de alguna forma simbólica mi oposición a ese estado de cosas y mi impotente solidaridad con aquellas, por lo que tomé el hábito de asistir a las concentraciones que una meritoria entidad cívica convocaba a las ocho del a tarde, al día siguiente de cada asesinato, en la desangelada plaza contigua al supermercado Hipercor (donde el 19 de junio de 1987 ETA cosechó 21 muertos y 45 heridos).
El ritual que celebrábamos era muy austero y contenido, sin banderas ni discursos salvo algunas palabras del locutor dando el nombre del difunto y describiendo las circunstancias de su muerte. A continuación manteníamos unos minutos de silencio colectivo. No éramos muchos: unas docenas o algún centenar de sombras, entre las que nunca vi a ningún político del status quo, pues seguramente temían que su presencia pudiera ser “instrumentalizada” por vaya usted a saber qué oscuros intereses reaccionarios… No se gritaba, se guardaba silencio y el acto concluía al cabo de un rato con una salva de aplausos, apagados por el estruendo del tráfico rodado, con los que nos animábamos a nosotros mismos después de aquella especie de funeral laico. Luego los participantes se iban en grupos a cenar y a intercambiar impresiones e ideas.
Aquellas “inolvidables veladas” las tengo presentes con una punzada de angustia retrospectiva. Ya había anochecido, por la Meridiana circulaba el caudal de automóviles entrando y saliendo de la ciudad como cada día, las ventanas en los negros bloques de viviendas que se recortaban contra el cielo oscuro estaban encendidas, la gente había vuelto a casa del trabajo, se preparaba la cena, todo parecía ajeno a la tragedia, cotidiano, indiferente. Allí conocí a Marita Rodríguez, que dirigía la pequeña pero activa entidad Asociación por la Tolerancia y persona clave en aquellas reuniones vespertinas junto a Hipercor; a Roberto Manrique, que había sido víctima en el atentado de 1987 y dirigía una asociación de ayuda a los supervivientes y sus familias; a Teresa Giménez Barbat, hoy eurodiputada, y a algunos otros.
Había temporadas en que los crímenes se sucedían con tanta frecuencia que se me hacía muy cuesta arriba volver a la Meridiana para participar en el rito tétrico y me preguntaba si, dada su insignificancia, su inutilidad, no podía “saltarme” la siguiente convocatoria, pero al final no me la saltaba por no dejar solos a los compañeros, pues éramos pocos y cada uno contaba. Luego, pensándolo dos veces, he llegado a la conclusión de que aquellas reuniones crepusculares en la plaza junto a Hipercor no fueron tan insignificantes sino que, como otras iniciativas al margen de los partidos oficiales, contribuyeron, cada una de una manera intangible e infinitesimal, a la derrota del terrorismo y a la toma de conciencia política y ciudadana de algunos que así empezaban a articular una rebelión sin complejos contra el imaginario y los valores del nacionalismo. Inolvidables veladas.
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Ignacio Vidal-Folch es escritor y periodista. Ha trabajado, entre otras cabeceras, en La Vanguardia y El Mundo. Actualmente escribe en El País. Colabora, asimismo, con Crónica Global.
Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo