La reunión de Perpiñán // Juan Carlos Girauta

Mesa y mantel con ETA

 Por Juan Carlos Girauta

 

Lo reveló el diario ABC el 26 de enero de 2004. Josep-Lluís Carod-Rovira, conseller en cap (una especie de primer ministro autonómico catalán) había compartido mesa y mantel en la localidad francesa de Perpiñán con la cúpula de ETA, representada por Josu Ternera y Mikel Antza. Para más inri, Carod era ese día presidente en funciones de la Generalitat. El gobierno de Pasqual Maragall, hoy conocido como “primer tripartito”, acababa de nacer y ya portaba los peores presagios. Carod, líder de la vieja formación separatista ERC, que formaba ejecutivo con los socialistas catalanes y con los herederos del PSUC, circunscribió el encuentro a una decisión personal, como si tal cosa fuera posible.

La iniciativa parecía haber partido de la banda responsable de la muerte de centenares de personas, la mayor parte en democracia. A cambio de algo desconocido, Carod estaba a punto de consumar un viejo anhelo: disuadir a ETA de que atentara en suelo catalán. A fin de cuentas, su objetivo era ese deleznable país vecino: España. De ahí que el gobernante viniera instando de antiguo a los asesinos a respetar sus imaginarias fronteras nacionales antes de cometer un nuevo atentado.

En efecto, tan pronto como en mayo de 1991, trece años antes de la reunión de marras, Carod había publicado en el diario Avui una carta a ETA donde, amén de reconocer un previo encuentro con similar finalidad, se expresaba en estos términos: “Ahora, solo me atrevo a pediros que, cuando queráis atentar contra España, os situéis, previamente, en el mapa”.

Nótese que Carod no pedía a ETA que no atentara, sino que no confundiera el objetivo. Que respetara Cataluña cuando quisiera asesinar, mutilar, secuestrar, torturar, extorsionar o amenazar. El separatismo —pero no solo él— lo tomó como una solicitud entre personas que comparten criterio acerca de las identidades nacionales. Prueba de ello es el premio electoral que Carod pronto obtendría. Pero para cualquiera que no viviera sumido en la inmundicia mental, se trataba de un blanqueamiento de ETA. Comprender o no esta conclusión inexorable marca una línea de separación entre dos categorías morales, no entre dos ideas nacionales.

Carod dimitió por el escándalo y encabezó la lista de su partido a las elecciones generales de marzo. Lograría el mejor resultado histórico de ERC. ¡El premio! Pero poco antes, cuando ETA anunció en febrero su tregua en Cataluña, la contraprestación no constó. ¿Qué cabía ofrecer a los etarras? En este punto solo podemos analizar lo que sucedió después, dejando la concatenación al criterio del lector. Asegurarla nos expone al riesgo de la falacia post hoc ergo propter hoc. Interesa el hecho de que, transcurridos varios lustros, es posible situar en 2004 la resurrección de un discurso obsoleto y su incrustación en las instituciones. Un discurso de legitimación paulatina de la historia sangrienta de la banda, el de la necesidad de terminar con el terrorismo “sin vencedores ni vencidos”, el de la confusión entre víctimas y victimarios porque, al cabo, todos eran víctimas. La equiparación de dos violencias, la igualación del tiro en la nuca con la persecución del terrorismo.

El “proceso de paz” que iniciaría el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y la consiguiente admisión socialista de que alguna razón habría que reconocer a la otra parte (Patxi López), más el abandono de la “lucha armada” y, por fin, el anuncio de la disolución de la banda ya en 2018, no han hecho más que abundar en la construcción del “relato” blanqueador de ETA. Es desolador reconocer que, en el otro lado de la producción de narrativas políticas, el acontecimiento más relevante, aquello que ha empezado a invertir la manera en que se contará la historia en el futuro, es una novela: Patria, de Fernando Aramburu.

Lo cierto es que, cuando Carod pactó en Perpiñán, ETA padecía una debilidad extrema gracias al trabajo de jueces y policías y al muy tardío rechazo social que Carod contribuyó a aplacar: una repulsa casi unánime tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997, con su masiva reacción popular.

Volviendo la vista atrás, ¿cómo merece ser recordada la reunión de Perpiñán? Como una botella de oxígeno para una banda moribunda. Como un goloso motivo de debate, pues todo lo que sirviera para talar las piernas al Aznar crepuscular era admisible. Como un favor a los terroristas, como un calamitoso paso atrás de nuestra democracia, como una inmoralidad apenas disfrazada de humanitarismo.

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Juan Carlos Girauta es licenciado en derecho por la Universidad de Barcelona y MBA por Esade. Polifacético empedernido, ha sido músico, traductor de guiones, consultor de empresas, articulista, ensayista, novelista y político. La actividad que lo lanzó a la popularidad fue, no obstante, la de opinador, y más precisamente la de tertuliano. Girauta se unió a Ciudadanos en 2011, cuando el partido se hallaba en plena travesía del desierto y sus expectativas de poder eran ínfimas. Eurodiputado por C’s entre julio de 2014 y enero de 2016, actualmente representa en el Congreso a la formación naranja, de la que es portavoz.

Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo