Por Marita Rodríguez
Tras la aprobación de la Constitución española de 1978, los sucesivos gobiernos de CiU en Cataluña fueron colocando eslabones legislativos en la cuestión de la lengua, hasta culminar con los llamados “decretos de inmersión” a principios de los 90. Ellos fueron el detonante que hizo conscientes a un grupo de padres de que los planes del nacionalismo constituían un proyecto de sustitución lingüística, una manera de fer país sirviéndose de la lengua.
Con el propósito de frenar estos proyectos y defender su derecho a educar a sus hijos en español –y tras un ensayo previo–, fundaron la Asociación por la Tolerancia y Contra la Discriminación, el 30 de mayo de 1993. El primer objetivo de esta nueva agrupación fue la confección y difusión de un documento por la libertad lingüística, el Manifiesto “En castellano también, por favor”.
Durante esos primeros años, la Asociación era un auténtico movimiento semiclandestino cuyas reuniones y acciones recordaban las de los últimos tiempos de la dictadura. Llevaba una existencia sumergida, vida de conspiradores: octavillas, actos de agitación callejera, seudónimos,… Por otro lado, cuando la prensa se dignaba reflejar alguna de sus acciones, eran virulentamente descalificadas con referencias a la nostalgia del franquismo y a los enemigos del catalán.
Por esa razón, se comenzó a planear actividades que permitieran la apertura y la reivindicación de la entidad y de sus objetivos. En ese contexto, nació la idea de otorgar unos premios que reconocieran públicamente el mérito de ciertas personas significadas que, libres de contaminación nacionalista, se hubieran atrevido a mostrar abiertamente su oposición al omnipresente nacionalismo y su cruzada contra el español, disfrazada de una supuesta “normalización” de la lengua catalana. El Premio lo otorgaría un jurado mixto compuesto por socios de la entidad y personalidades conocidas ajenas a la misma.
La primera edición recayó en el malogrado Iván Tubau. Ya había publicado “Paraula viva contra llengua normativa”, “Llengua i pàtria amb ceba tendra” y numerosos artículos periodísticos en los que criticaba sin tapujos -y con su sorna inclemente y algo feroz- algunos de los tópicos del dogma nacionalista. Era bien conocida, además, su insobornable independencia de pensamiento y su carácter desacomplejado. Una apuesta segura. Se propuso, aceptó y se convirtió en el primer y honroso Premio a la Tolerancia.
La entrega tuvo lugar en las catacumbas (así lo dijo él mismo). Como si se hubiese elegido con voluntad de metáfora, el escenario fue el sótano del Restaurante Diagonal. Ante unas pocas decenas de socios y amigos, Iván Tubau dio un discurso soberbio que despertó verdadero entusiasmo, y, como ha sido tónica dominante con la mayoría de los premiados posteriores, se convirtió en un amigo fiel, siempre dispuesto a acudir en nuestro auxilio cuando le necesitamos.
Tras Ivan Tubau, siguen otros 23 impresionantes nombres hasta el día de hoy (aquí, una pequeña muestra de sus discursos). Por orden cronológico: Fernando Savater, Francesc de Carreras, Gregorio Peces-Barba, Agustín Ibarrola (¡Basta Ya!), Félix de Azúa, Albert Boadella, Baltasar Garzón, Antonio Muñoz Molina, Arcadi Espada, Rosa Díez, Mario Vargas Llosa, Carlos Herrera, Antonio Mingote, Xavier Pericay, Regina Otaola, Félix Ovejero, Victoria Prego, Inger Enkvist, José Luis Bonet, Joseba Arregi, Ana Moreno y Maite Pagazartundua.
Esta última, con su habitual generosidad, escribió en Facebook al conocer el fallo del jurado: “La Asociación por la Tolerancia es una brújula segura cuando se trata de avanzar contra el pensamiento dogmático y contra la identidad excluyente, grandes amenazas de la democracia para España y para la Unión Europea. Es un honor que agradezco con emoción y humildad”.
El premio (al igual que las tertulias, las celebraciones del Día de la Constitución, las Jornadas contra el Terrorismo, las Jornadas por el Bilingüismo y la Lengua Materna, el Ciclo de Cine contra la Violencia y el Terrorismo, y otras actividades de “la Tole”) ha permitido, con el paso de los años, tejer los nudos de una extensa red de relaciones, un entramado intelectual y afectivo, que ha arropado a los resistentes frente al nacionalismo obligatorio (inmersión lingüística incluida) en Cataluña. Y fuera de ella. Tenemos el atrevimiento de pensar que de esa red, de la que somos parcialmente responsables, han surgido las principales iniciativas de lo que hoy constituye el “constitucionalismo”.
Hay un tópico recurrente entre los asociados, cuando internamente nos referimos a los premiados. Se trata de una manifestación del legítimo orgullo que experimentamos al contar con el apoyo y la cercanía de tantas personas ilustres: nos sentimos, como Bernard de Chartres, “enanos encaramados sobre los hombros de gigantes”.
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Marita Rodríguez se incorporó a la Asociación por la Tolerancia en 1995, luego de haber combatido la exclusión de que fue objeto, siendo profesora de Física y Química de Enseñanza Media en el instituto Arnau Cadell de Sant Cugat, a raíz de la implantación en dicho centro del Plan de Normalización Lingüística, que en la práctica suponía la imposición del monolingüismo (catalán). Cuenta Antonio Robles en su Historia de la resistencia al nacionalismo que, al poco de frecuentar la entidad, aportó un primer pliego de firmas para el Manifiesto por la Tolerancia, por ese entonces estaba a punto de difundirse. Su compromiso y dedicación a la causa de la libertad lingüística la acabaría llevando, primero, a la vicepresidencia de la ApT, y luego a la presidencia, que heredó de Antonio Robles, y que ejerció hasta mayo de 2009. Hoy sigue vinculada a la ApT en calidad de vocal, y es miembro de Impulso Ciudadano.
Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo.