Los catalanoespañoles se echan a la calle // Joaquim Coll

 

8 de octubre de 2017

Por Joaquim Coll

 

© EFE / Newscom / lafototeca.com

La manifestación constitucionalista del 8 de octubre de 2017 se anunciaba multitudinaria, aunque nadie se lo acabara de creer del todo. La tensión sociopolítica en Cataluña se había vuelto extrema tras el referéndum ilegal del 1 de octubre y el anuncio de que el martes siguiente (día 10) el Parlamento catalán iba a proceder a declarar la independencia. Había miedo en la sociedad catalana ante lo que pudiera acabar ocurriendo. Los catalanes contrarios a la secesión se sentían huérfanos y solo habían recuperado el ánimo después de escuchar el trascendental discurso del rey Felipe VI, pronunciado la noche del 3 de octubre. Ese día se vivió otra angustiosa jornada con la celebración de una huelga general (bautizada por los nacionalistas como “vaga de país”) que paralizó por completo la administración y la enseñanza, parte del comercio, el transporte y los servicios. El objetivo de la protesta era denunciar los excesos policiales del 1-O, pero en realidad se había convocado con anterioridad como continuación del referéndum secesionista.

En medio de ese clima de crispación e incertidumbre, Societat Civil Catalana decidió convocar una manifestación bajo el lema Prou! Recuperem el seny (¡Basta! Recuperemos la sensatez) para el domingo 8 al mediodía. No era la primera vez que dicha entidad, galardonada en 2014 con el premio Ciudadano Europeo, llamaba a la movilización en la calle. Hasta entonces sus éxitos habían sido modestos en ese terreno, sobre todo en comparación con las coloridas y multitudinarias manifestaciones independentistas que se celebraban cada año. Fiel a la estrategia nacionalista de confundir la parte con el todo, el secesionismo catalán se había lanzado desde 2012 a una intensa campaña de agitación y propaganda, sin paragón en Europa occidental, para hacer creer dentro y fuera de España que su reivindicación era mayoritaria en la sociedad catalana y que la consecución de la independencia era un proceso histórico inevitable. El hecho de que durante cinco años las entidades soberanistas consiguieran convocar a cientos de miles de personas, hizo que muchos acabaran por creer ambas cosas y acomplejó a los catalanes contrarios al procés, que jamás concibieron la posibilidad de igualar esas demostraciones de fuerza. A diferencia de los medios públicos dependientes de la Generalitat y de otros muchos generosamente subvencionados que actuaban como convocantes de las manifestaciones independentistas, el sistema mediático español apenas había dado voz a las entidades civiles de los catalanoespañoles hasta que la amenaza secesionista pasó a ser una realidad inquietante tras el pleno del Parlamento catalán de los días 6 y 7 de septiembre.

Durante la primera semana de octubre, en la que se temía que una dualidad de poderes (Generalitat versus Estado) acabaría disputándose el control del territorio, el secesionismo creyó que no encontraría ningún freno en la sociedad catalana. Sin embargo, se estaba gestando una fuerte ola de contestación que estallaría el domingo 8 inundando las calles de Barcelona. Los días anteriores había habido protestas espontáneas de jóvenes que, con banderas catalanas, españolas y europeas, habían recorrido las calles desde la zona alta hasta el centro de la ciudad. Ese fin de semana, se registraron concentraciones convocadas únicamente por redes sociales y sin ningún tipo de apoyo político en diversas ciudades, como Mataró, Badalona y Tarragona. Como respuesta a las caceroladas nocturnas convocadas por el independentismo y la izquierda populista, los catalanoespañoles respondieron vistiendo sus ventanas y balcones con banderas constitucionales o contraprogramando el ruido de las cacerolas con el Mediterráneo de Serrat.

La angustia que se vivía hacía prever que el día 8 se iba a asistir a una manifestación sin precedentes. Se palpaba en el ambiente una necesidad por parte de los catalanoespañoles de hacerse visibles y lanzar un mensaje de oposición frontal a la ruptura con el resto de España. Por primera vez, los medios de comunicación de ámbito nacional dieron publicidad a la convocatoria de Societat Civil Catalana, y eso propició que muchísima gente venciera el miedo a salir a la calle. Por su parte, las entidades independentistas, viendo venir esa marea, lanzaron algunos mensajes de estigmatización hacia una movilización que iba a desmontar el mito de “un sol poble” (“un solo pueblo”). El secesionismo llamó a vaciar las calles, a cerrar balcones y ventanas en señal de rechazo, mientras los medios de comunicación nacionalistas intentaron asociar esa manifestación con la extrema derecha franquista, y afirmaron que la mayoría de los participantes estaban siendo “transportados” desde fuera de Cataluña.

El éxito del 8 de octubre obligaría a cambiar el relato sobre la sociedad catalana. La cabecera de la manifestación tardó horas en recorrer un trayecto de apenas 2 km, y miles de personas no pudieron llegar hasta el final de la marcha para escuchar los discursos de Mario Vargas Llosa y de Josep Borrell. En la protesta se mezcló una enorme pluralidad de gente, de diferentes orientaciones políticas y de extracciones sociales diversas, principalmente familias venidas de los barrios de clase media y alta de Barcelona junto a cientos de miles de personas llegadas de los barrios populares y las ciudades del área metropolitana. Fue la demostración palpable de que el conflicto soberanista era sobre todo un conflicto entre catalanes. El clima de la marcha fue de indignación y rabia ante los acontecimientos políticos que habían sucedido desde septiembre, y de rechazo a un propósito independentista que parecía irrefrenable.

Su extraordinaria importancia fue reconocida por el entonces presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en su intervención en el pleno del Parlamento catalán del día 10 de octubre, situándola al mismo nivel que las manifestaciones de signo contrario. En la explicación del curso de los acontecimientos fue un factor fundamental, junto a la estampida financiera y empresarial, para frenar la tentación separatista, tantas veces anunciada, de una ruptura unilateral a principios de octubre, que probablemente nos hubiera llevado a un escenario de conflicto civil entre catalanes.

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Joaquim Coll es doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Barcelona, especialista en el catalanismo político (particularmente en su génesis) y ha impartido clases como profesor asociado en la UB y la UAB. Articulista habitual de El Periódico y colaborador ocasional de El País y Crónica Global, es autor, junto a Juan Arza, del ensayo Cataluña, el mito de la secesión: Desmontando las falacias del soberanismo (Almuzara). Fue vicepresidente primero y portavoz de Sociedad Civil Catalana desde su fundación, en abril de 2014, hasta octubre de 2016.

Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo