Por Míriam Tey
Vi por primera vez a Albert Rivera desnudo al salir del Bracafé de Caspe, en un anuncio del recién creado partido Ciudadanos en el que aparecía a tamaño natural, de pie, con las manos cruzadas, en un gesto entre tranquilo y púdico. Esa foto me provocó una sonrisa por lo que tenía de refrescante: era como si muchos velos hubiesen caído a la vez, era la representación en carne y hueso de aquel cuento danés del rey, que tantas veces habíamos utilizado como fábula de lo que ocurría en Cataluña. Una Cataluña en la que el nacionalismo lo cubría todo como una nube tóxica y contaminadora. Y de repente esa imagen de un hombre solo, de pie, desnudo, sin más adorno que una frase: “Sólo nos importan las personas”. Fue como una luz.
Con esa simple frase se acusaba al gobierno de los últimos casi 40 años, y a unos partidos seguidistas, de defender que el proyecto de nación catalana pasaba por encima de los derechos de los ciudadanos. Se había caído un telón y podíamos ver con claridad lo que durante tanto tiempo se había tratado de esconder entre bastidores. Porque el juego político de los separatistas siempre trataba de mantener en un claroscuro su proyecto, para que fuese difícil discernir lo que era sueño de estrategia, inversión de invención, interés lucrativo de puro engaño.
Antes de esa foto, que fue un punto de inflexión en la deriva que estaba tomando Cataluña desde el plan 2000 de Jordi Pujol, estábamos inmersos en un proceso largo e intrincado por el que se iba construyendo una Cataluña dividida entre buenos y malos catalanes, clasificados en función de la cercanía o lejanía respecto a cierta idea de Cataluña. Cuando tratabas de explicar lo indeseable de esa situación, los razonamientos eran inútiles, pues los secesionistas en ciernes ya habían encontrado la razón última, la que les daba el derecho a imponerse sobre cualquiera: los sentimientos. Por suerte, éramos muchos los que no estábamos dispuestos a que se gestionase lo común a partir de sentimientos, todos los que sabemos que las leyes, el Estado de derecho y la democracia nos protegen de esa arbitrariedad.
La propaganda de los medios y la paulatina doctrina que se impartía en los colegios, más las amenazas no siempre veladas a individuos cuyo comportamiento no respondía al nivel de catalanismo exigido para ostentar cargos, ocupar puestos, acceder a negocios o a simples trabajos, impedía que estos catalanes silenciados analizasen la realidad con perspectiva. Era difícil, muy difícil, argumentar que en Cataluña no se vivía en una democracia plena. No en vano, el secuestro del lenguaje, las instituciones, los edificios públicos, los medios y la escuela, y más tarde se vería que hasta de las fuerzas de seguridad catalanas, hacían casi imposible expresarse con libertad.
Entre las varias iniciativas que surgieron para dar voz a los catalanes avasallados o desconcertados ante un gobierno que les negaba su catalanidad e incluso muchos de sus derechos como ciudadanos, fue la de Ciutadans de Catalunya la que le dio un vuelco a todo. Félix de Azúa, Albert Boadella, Francesc de Carreras, Arcadi Espada, Teresa Giménez Barbat, Ana Nuño, Félix Ovejero, Félix Pérez Romera, Xavier Pericay, Ponç Puigdevall, José Vicente Rodríguez Mora, Ferran Toutain, Carlos Trías, Ivan Tubau y Horacio Vázquez Rial, fueron los 15 magníficos que elaboraron el manifiesto original, el del Taxidermista, y al que nos sumamos primero decenas y luego miles de personas. Me cabe el orgullo, además, de haber intervenido en aquella primera presentación en sociedad que se celebró en el CCCB.
Pero el definitivo paso adelante fue pasar a formar parte del tejido político y apostar por la creación de un partido. Un partido que acogiera a todos aquellos ciudadanos no nacionalistas de derechas y de izquierdas que no tenían partido al que votar. Parece increíble que durante tantos años el nacionalismo campase a sus anchas y conservara el poder sin que mediara respuesta alguna por parte de los sectores no nacionalistas. Unos por un complejo mal entendido que les impedía formular una oposición valiente y clara al nacionalismo, y que asumían un papel de mediador que nadie les pedía, y otros por el miedo a que sus dirigentes vieran cortada su cabeza, como ya había ocurrido con Aleix Vidal-Quadras en el PP. El caso es que ni la derecha ni la izquierda presentaban batalla al nacionalismo. Parecía que contradecir a los nacionalistas era asumir el papel de opresor frente a las víctimas, víctimas que vivían de la falacia de resucitar un pasado que, además, deformaban a su antojo.
La aparición de Ciudadanos fue decisiva y Cataluña siempre tendrá que agradecerlo. Ya sin los intelectuales que pusieron en marcha el partido, su líder (elegido, curiosamente, por orden alfabético) se vio solo ante el destino. Así y todo, supo alumbrar el camino con tenacidad y brillantez, afianzando, más que la renovación (que también), la liberación de nombrar la realidad.
El rey está desnudo, ya no lo vamos a negar.
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Miriam Tey es editora, marchante de arte y, sobre todo, agitadora cultural. En 2012 fundó el centro cultural Centro Libre de Arte y Cultura (CLAC), una entidad sin ánimo de lucro cuyo objetivo es restablecer la relación entre los círculos culturales de Madrid y Barcelona, cuyo deterioro, que tiene su origen en el pujolismo, se había agravado con el Procés. Actualmente es vicepresidenta de Sociedad Civil Catalana.
Este artículo se halla incluido en la obra coral Constitucionalismo en el horizonte europeo