El ruido que Vox suele provocar en las redes sociales había llevado a sus dirigentes y a no pocos analistas a efectuar una proyección electoral que, al cabo, se revelaría errónea. Los 24 diputados que obtuvo el partido de Abascal el 28-A quedan muy lejos de los 60 (en algunas previsiones fueron incluso 70) que, según sus propios líderes, habrían de catapultarles al liderazgo del centro-derecha, superando al PP y a Cs. El extraordinario número de interacciones (favorables o no) que protagonizaba la formación nacionalista había generado una suerte de burbuja que condicionó sobremanera los pronósticos. Según la herramienta de medición digital Social Elephants, Vox comenzó la campaña con un 19% de ‘share of voice’, el índice que define la visibilidad de los partidos en las redes, y la cerró con un 34%, muy por delante de sus rivales.
Los resultados, no obstante, no se adecuaron a tal expectativa, en una nueva confirmación de que las redes sociales no son tan determinantes como su estrépito invita a pensar. Bien es cierto que Abascal, a diferencia de Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil, ni pudo participar en los debates ni quiso conceder entrevistas a los medios de comunicación, lo que, unido a la hipermovilización de la izquierda, acaso mitigara los efectos de su hegemonía (en liza con Podemos) en Twitter, Facebook e Instagram.
Con todo, la conclusión que deja el cómputo final es que, a la hora de influir en el voto, estas plataformas no son, ni mucho menos, el canal principal. De hecho, nadie parece tener (aún) algo así como una fórmula mágica para ganar elecciones en la era digital. Pensemos, por ejemplo, en los diferentes resultados arrojados por el uso de grandes datos a través de plataformas controvertidas como Cambridge Analytica. Desde el pionero trabajo del científico de datos David Stillwell, sabemos de buena tinta que las huellas de información que dejamos en las redes sociales pueden emplearse para predecir rasgos de personalidad, variables demográficas y, desde luego, tendencias de voto. La inteligencia basada en este tipo de datos exhibe un indudable potencial para la manipulación política, tal como resaltó el propio Stillwell en el acto que tuve ocasión de organizar el pasado octubre como eurodiputada, con la colaboración de STOA, el organismo que asesora a los diputados sobre temas científicos.
No, los algoritmos inteligentes no ganan elecciones por sí mismos; el mismo programa de Cambridge Analytica que en apariencia ayudó a Trump a ganar la presidencia no sirvió para aupar la campaña de Ted Cruz en 2016. Tampoco centrarse en las plataformas Twitter, Instagram o Facebook es la bola de cristal de la predicción perfecta de resultados. Pero hay un potencial enorme en el Big Data que apenas hemos empezado a percibir. Los foros sociales son lugares también para la impostación y el pavoneo, circunstancia que les hace poco fiables, tal como insiste el analista Seth Stephens-Davidowitz en su libro Todos mienten: Big Data y todo lo que internet puede decirnos de nosotros mismos.
Pero no son las únicas fuentes de información. Por lo que respecta a la elecciones, no hay una receta ni para predecir ni para elaborar una estrategia ganadora. En un combate donde ha primado de forma descarnada la pura lucha por el poder, tal vez volver a desplazar el peso de la oferta a los buenos y sólidos argumentos políticos seria la auténtica estrategia ganadora. Porque no sabemos ya qué hay de consistente en el panorama electoral entre el decimonónico ruido y furia de algunos y la cruda ( y anticuada) mercadotecnia de los otros. Los primeros, porque su esencia es turbulenta y emocional. Los segundos, porque no tienen ninguna.
Ok Diario, 8 de mayo de 2019