En La tabla rasa, la obra científica que más me ha influido, el psicólogo experimental de la Universidad de Harvard y divulgador científico Steven Pinker (Montreal, 1954) demostraba que no venimos al mundo como «lienzos en blanco», sino dotados de un cableado de serie; de eso que damos en llamar naturaleza humana. Esta idea, que opera como un antídoto contra la arrogancia política, también puede alimentar nostalgias conservadoras. Consciente de ello, Pinker ha dedicado los últimos años a hacer pedagogía del optimismo histórico y los valores ilustrados que lo sustentan, tarea que ha cristalizado en su magistral En defensa de la Ilustración. Con ese mismo cometido recaló en el Ateneo de Madrid el 15 de febrero, en un acto organizado por Euromind, el foro sobre ciencia y política que impulso desde 2015 en el Parlamento Europeo, y en el que intervino, asimismo, el economista Luis Garicano.
El optimismo al que se refiere Pinker no es el que se asocia con el temperamento; antes bien, alude a la hipótesis empírica de que el progreso de la humanidad es mensurable. En este sentido, nuestra era es significativamente anómala en términos de creación de riqueza, disminución de la violencia (tanto la «reactiva», propia de los homicidios, como la «proactiva», de los conflictos bélicos), mejora de la salud y expectativa vital y aumento de las libertades. Los Estados desarrollados pueden dedicar más recursos a programas sociales e incluso hay más tiempo libre para que las madres y los padres cuiden a sus hijos. En general, más ciudadanos afirman que son más felices (aunque en España en particular ese sentimiento ha menguado ligeramente durante el último lustro). Es verdad que calamidades recientes como la epidemia de muertes por consumo de opioides -particularmente feroz en los Estados Unidos-, o el repunte de los regímenes autocrática, evidencian que no vivimos en un mundo ideal. Pero en términos generales, la humanidad no va a peor.
Y, sin embargo, la idea del avance del progreso no triunfa en los medios ni en el sentir colectivo. Al contrario; parece que a medida que el mundo mejora las noticias se tornan más lúgubres. Para Pinker, hay aspectos de la cognición humana que predisponen sistemáticamente al pesimismo y a una evaluación dramatizada de los riesgos que los medios de comunicación, y los depredadores de la vida pública, pueden llegar a explotar a su conveniencia. Las lentas mejoras graduales del género humano no se hacen virales, pero sí las catástrofes y los riesgos exóticos. El sesgo de negatividad presta auxilio a los designios proféticos, y anima a una reivindicación melancólica de pasados míticos. Mientras tanto, incluso los ciudadanos instruidos de las sociedades avanzadas -como no se cansó de mostrarnos Hans Rosling, el autor del Factfulness– ignoran el éxito global de las campañas de vacunación, el alcance de la educación universal o la reducción de la pobreza extrema.
En medio de este «pesimismo irreflexivo» crecen las malas hierbas del fatalismo y el radicalismo. Parte de la reciente oleada de populismo y tribalismo iliberal brota justo en este terreno oscuro de la psicología humana.
Pero hay algo más. Para Luis Garicano -otro convencido «pinkeriano», flamente candidato a entrar en la próxima legislatura en el Parlamento Europeo- la actual demanda de populismo descansa en la ansiedad ante el cambio tecnológico y la rápida concentración del poder económico global. También en el auge de una «economía de los intangibles», que permite vender masivamente bienes digitales trascendiendo el espacio tradicional. Las «economías de red» que favorecen que un ganador se lo lleve todo, el desarrollo de las inteligencias artificiales o la concentración de los salarios en el talento tecnológico y en grandes megalópolis, son gérmenes de la polarización que vivimos. Y, en última instancia, desencadenantes de la ansiedad de los perdedores de la globalización.
En el Ateneo de Madrid, Garicano, autor del recién publicado El contraataque liberal, defendió nuevas políticas económicas para remediar el exceso de concentración de riqueza. Incluso propuso una nueva «política de lugares», más sensible con problemas como la despoblación, en cierto modo superadora de la visión liberal centrada en el individuo. Se trata, en cualquier caso, de problemas que están teniendo lugar prácticamente en todas partes, dentro de un mundo crecientemente interdependiente y, por tanto, necesitado de acciones concertadas que trasciendan los clásicos límites nacionales de decisión.
De acuerdo, los seres humanos no vienen «razonables» de serie. Pero la ciencia y la razón, incluso teniendo en cuenta sus limitaciones emocionales y un abigarrado conjunto de sesgos, siguen siendo herramientas indispensables para luchar no sólo contra los populismos políticos del Brexit, o los separatismos basados en el etnonacionalismo. También para hacer frente a otros populismos, específicamente basados en el rechazo de la ciencia y la ignorancia de los hechos: la quimiofobia, por ejemplo, que rechaza el uso de determinados productos contra toda prescripción científica. O las campañas irracionales, pero de gran éxito, contra los alimentos transgénicos. O el miedo a la edición genética. O a una inteligencia artificial que usurpe la voluntad del ser humano. Tenemos que ser muy conscientes de que estas y otras ansiedades públicas son alentadas políticamente en nuestras mismas instituciones y cuentan con potentes instrumentos propagandísticos capaces de convertir las malas ideas en legislación.
El orden liberal en el que se apoya la relativa pero larga paz, el bienestar y la seguridad de las últimas décadas es demasiado reciente, frágil y «anómalo» como para relajarse. No funciona automáticamente en un entorno de políticos olvidadizos y oportunistas; necesita, por el contrario, de constantes cuidados y puestas al día. La misma Unión Europea es un proyecto inspirado en los valores de la Ilustración, pero que sólo pudo renacer de las cenizas humeantes del autoritarismo tras el trauma de dos guerras mundiales. Después de un período de tranquilidad y prosperidad tan poco usual, nuestro continente se debate en el dilema de engrandecer el círculo de la cooperación, consolidando un patriotismo europeo positivo, o bien estrecharlo a perímetros tribales en apariencia «naturales», pero que demasiado a menudo legitiman exclusiones arbitrarias y sólo sirven para dañar el bienestar y la felicidad de los ciudadanos.
Es muy posible que también necesitemos desarrollar una épica de la razón para los nuevos tiempos, sin dejar de librar la batalla por las emociones. Una concepción basada en el humanismo pero no necesitada de ganchos celestiales, líderes tribales fuertes o ancestros heroicos. Por decirlo con palabras del propio Pinker: aplicar el conocimiento y la simpatía a la mejora de la realización humana no puede ser algo aburrido: es algo glorioso, heroico y espiritual.
Como política española y europea espero que el consejo de Pinker tenga efecto, e impregne cada vez a más periodistas, científicos, divulgadores, educadores, legisladores. A esos colectivos profesionales, de hecho, pertenecían no pocos asistentes al acto celebrado en el Ateneo, por lo que doy por bien empleado el mucho trabajo que llevaron sus preparativos. Me satisfizo de veras, en suma, ver entre el público a periodistas como Cayetana Álvarez de Toledo, Arcadi Espada, Jorge Bustos, Daniel Gascón, Joana Bonet, David Jiménez Torres e Ignacio Vidal-Folch; al presidente de la Real Sociedad Española de Física, José Adolfo de Azcárraga; al ejecutivo Marcos de Quinto, que acudió acompañado de su esposa, la soprano Angélica de la Riva; al joven y valeroso editor de Deusto Roger Domingo; a los diputadas en el Congreso Patricia Reyes, Marta Martín y Marta Rivera; a mi colega en el Parlamento Europeo Beatriz Becerra; al ex director de Muy Interesante José Pardina, uno de los hombres que más ha contribuido, desde el frente mediático, a popularizar la ciencia en España. A todos ellos y a tantos otros amigos, mi más sincero agradecimiento por su complicidad.
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Además de por su increíble capacidad para acopiar datos, los libros de Steven Pinker destacan por su elegancia y músculo razonador. Son ejercicios de un poder intelectual abrumador, que invitan a imaginárselo como una persona distante y fría. Tales prejuicios se desvanecen de inmediato en el mismo instante en que te recibe: accesible, cordial, afable… También su vestimenta parece subrayar este carácter jovial, incluso poppy: corbata multicolor, pantalones confortables, botas ajadas de piel de serpiente… Fue una agradable sorpresa descubrir que alguien que vende millones de libros y gestiona a diario centenares de peticiones de todo el mundo sea una persona tan liviana, tan humilde. Tras compartir la velada con él y su mujer, la filósofa humanista Rebecca Goldstein, igual de cercana, no pude dejar de pensar que todas estas virtudes que rodean a Pinker tienen una profunda relación con su defensa de la razón. La moral humanista y secular -que Pinker también ha defendido en sus escritos- no es una vana teoría, y él mismo es la mejor prueba de ello.