Hará unos 10 años, el Consejo de Distrito del barcelonés barrio de Gracia, a la sazón presidido por Ricard Martínez, de ERC, se propuso cambiar el nombre de la plaza de Rius i Taulet por el de plaza de la Vila. A tal efecto, Martínez envió una carta a los vecinos en que invocaba lo que, aun de forma precaria, parecía un argumento: “Estimado vecino/vecina: Queremos invitarle a participar en el proceso consultivo para cambiar el nombre de la emblemática plaza Rius i Taulet. Desde el más absoluto respeto por Francesc Rius i Taulet, diversos movimientos sociales y entidades han reivindicado que la plaza sea rebautizada de forma más cercana a la sensibilidad popular de los y las gracienses”.
Ese “más absoluto respeto” que el republicano decía profesar al personaje acaso obedecía a que éste hubiera sido alcalde de Barcelona en cuatro períodos, así como al hecho de que durante sus dos últimos mandatos deviniera en el gran impulsor de la Exposición Universal de 1888 y las reformas urbanísticas que la acompañaron: la urbanización del Parque de la Ciudadela, la construcción del paseo de Colón y el Moll de la Fusta, la erección del monumento a Colón en el Portal de la Pau, la inauguración del mercado del Borne o el primer alumbrado público de la ciudad —la Rambla, paseo de Colón, plaza de San Jaime—. Su extraordinario legado, no obstante, de poco le sirvió ante los adalides del poder popular, que organizaron un referéndum vecinal y, pese al magro porcentaje de participación y algunas irregularidades —como la exclusión del censo de los comerciantes no empadronados en el barrio—, declararon la victoria del sí. De este modo, la evocación de la Expo del 88, piedra angular de la Gran Barcelona, quedó sepultada bajo un indocto villarriba cuyo propósito, en verdad, no era otro que socavar la barcelonidad del barrio para exaltar su pedigrí alternativo.
Las razones que entonces alegó el CdD de ERC para cambiar el callejero —a despecho del trastorno que ello suponía para los ciudadanos y empresas domiciliados en la plaza—, son las mismas que han llevado a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, a borrar de la segunda vía en importancia de la Barceloneta al almirante Cervera para aupar, en su lugar, al actor Pepe Rubianes, cuyos célebres exabruptos contra España resultan más acordes con la sensibilidad que preside la Casa Grande. Sin embargo, mientras que ERC trató de dulcificar la cirugía mediante el uso de la retórica —una forma como otra de anestesia—, Colau no se ha andado con paños calientes. “Cervera era un facha”, ha proclamado, lo que, de algún modo, me ha recordado a aquellos precursores de los CDR que, en 2005, nos tildaban de lerrouxistas a los fundadores de Ciudadanos sin tener la más remota idea de quién era Lerroux, como quedó evidenciado en más de una ocasión.
Hay una gran disparidad entre la voluntad de apropiación de lo simbólico que han tenido los gobiernos conservadores de este país con los de izquierda. Esa especie de “venganza del callejero” parece puntal en los programas o intervenciones públicas de estos últimos. La expulsión, por un lado, de lo excelente a manos de lo popular —en el caso de Rius i Taulet—, o de lo que suene a gesta guerrera que pueda promover un mínimo de orgullo patrio por parte del progrerío. El motivo no tan oculto es el sentimiento de superioridad, la necesidad de dar lecciones morales que nadie ha solicitado. Todo ello como encubridora tinta de calamar a la portentosa carencia de ideas realmente útiles al ciudadano.